Ser artista es una profesión difícil. Uno tiene que aparentar que uno cree ciegamente en uno mismo. Agarrarse de los pocos o muchos aplausos que lleguen y no soltarlos por nada. Construir en torno a ellos un discurso que a la larga se convertirá en fetiche y que si no se toman las precauciones adecuadas, esclaviza más que liberar: la creación de lo que los modernos llamaban estilo.
Cuando uno es artista las presiones con las que se carga son invisibles. No se trata de darle cuentas a ningún jefe ni de tener miles de juntas. Se trata de la presión de ser honesto. Y si uno es ambicioso, también se trata de ser generoso. Honestidad y generosidad.
Pero a veces uno es profundamente egoísta y mentiroso.
Entonces el trabajo se trata de revelar con generosidad que miento. Permitir que la obra abra el espectro del egoísmo, que sea un vinculo para enfrentarme con todo lo humano que tengo y luego tratar de que el espectador lo asocie con su propia experiencia humana. El arte es un trabajo exhaustivo. Es un trabajo de exposición. El corazón se abre como una flor rota para que los demás lo laman. Pero a muchos de los otros mi corazón les da hueva. Enfrentar el dolor de la reprobación. El dolor del rechazo.
Ser artista es una profesión de dar. Quizá lo mejor de ser artista es que uno es también un asiduo consumidor de arte. Entonces uno recibe muchísimo. Uno puede lamerle el corazón a miles de otros artistas. Puede lamer cerebros, ojos, manos. Ser artista es doloroso.
Pero es lo que más me gusta en el mundo. Y además es lo único que sé hacer.
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