viernes, 22 de febrero de 2008

Los dedos me crecieron durante el día. En la mañana estaban ligeramente alargados, casi no lo note pero sentí algo ajeno, impostado. Luego durante el día comenzaron a doler como síntoma de artritis juvenil, me preocupe un poco pero no demasiado. En el metro, como a eso de las 12, me di cuenta que me estaba rascando las rodillas con el índice y el medio y la mirada alcanzo a unos dedos de ya, para entonces, unos treinta centímetros. Por la tarde los arrastraba. Las puntas comenzaron a tocar el asfalto, la rugosidad del suelo y la piel. El temor de que se convirtieran en taladros y comenzaran la extracción del petróleo. La inevitable metáfora de las raíces, mezclada con la angustia de sentir que podría tocar esos inmensos mares y rios de lava que fluyen bajo nuestros pies. El calor del cemento, la imagen de las manos gigantes de Gael en la peli de Gondry. El deseo de tocar, de tomar entre los ya inutilisables dedos de a metro un taco al pastor y tratar de exprimirle un limón.

2 comentarios:

Ana Jácome dijo...

Así como crecen, se encogen. Pasa todos los días, sólo que solemos estar tan ocupadas que ni lo notamos. Considero prudente felicitarte por este breve avistamiento a la capacidad longitudinal de nuestros dedos.
Algún día te contaré lo que le pasa a mis tetas cuando llueve y brilla el sol.

Larisa Escobedo dijo...

no mames! cuenta, cuenta! por fa por fa... es como un arcoiris tetanico!